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lunes, 28 de diciembre de 2020

Querido 2020, cierre la puerta al salir


Quería empezar este post hablando de algunas pocas cosas positivas que nos ha enseñado el 2020, al menos en estas primeras líneas, pero ni quiero engañaros a vosotros ni tampoco engañarme a mí mismo. Este año, que está a pocos días de terminar, ha sido un auténtico año de mierda. Esta es la verdad. Lo estrené, ingenuo a lo que estaba por venir, ilusionado, paseando por las romanas calles del Trastévere. Y muy probablemente lo acabe solo, en pijama, haciendo zapping para decidir cuál es el canal menos casposo para comerme las uvas. Apagando la tele a las doce y media y haciendo de "un vaso de leche y a dormir" mi felicitación de año nuevo. Pero la soledad no me asusta, y mucho menos si es por una buena causa. Y este año, aunque nos pese, es más que necesaria.

Siempre seremos "aquella generación de valientes que luchó en 2020 contra una pandemia mundial", o  al menos así espero que salga en los libros de historia del futuro. "Los ciudadanos del mundo que con responsabilidad y esfuerzo combatieron al virus de nombre Covid-19". Y que no hablen de los negacionistas, de los del chip 5G, de los antivacunas, del cinismo y del oportunismo político, de los que se toman esto a pitorreo, de los que no arriman el hombro en un momento tan importante y siguen quedando en grupo, con la mascarilla quitada "porque estoy fumando", "porque si no no se me entiende", "porque no le tengo miedo al virus", "porque miro por mí y mi respeto hacia ti es inexistente". Espero que todo esto no lo saquen en los libros de historia. Si no, qué vergüenza. Ni cuando dejamos de aplaudir a los sanitarios porque en realidad salíamos a aplaudirnos a nosotros mismos y no a ellos. ¿Os acordáis? Que esto tampoco salga, por favor, o haremos el ridículo.

En cuanto a lo positivo, que claro que lo ha habido aunque haya preferido dejarlo para el final, pues agradecido porque en mi casa a pesar de haber sido tocados por el virus, ya están todos recuperados. He tenido tiempo para leer, para ver películas y series. Más que nunca. Tiempo también para el "dolce far niente", algo más que recomendable para los que sufrimos de ansiedad. He aprendido a comer mejor y a disfrutar de madrugar un sábado para ir a la pescadería. Bueno es también que mi cabeza haya seguido creando historias, aunque menos de las que hubiera querido, y mis lápices llenado de paisajes la libreta. Y la vuelta del fútbol, esto también es positivo. Con mi Atleti pudiendo acabar el año en lo alto de la tabla. Lo sé, quizás resulte algo controvertido esto último. Pero qué queréis que os diga, cada cual tiene sus cosas. Y estas, a pocos días de empezar un nuevo año, son las mías.

Feliz 2021 a todos, de corazón. Sed responsables para que podamos acabar el próximo año de una mejor manera y llenándonos de besos y abrazos. 

Y a usted, querido 2020, gracias por lo aprendido, aunque no haya sido mucho. 

Pero, por favor, cierre la puerta al salir.

 

lunes, 4 de mayo de 2020

Salvar el mundo con guantes de frutería

"Hasta el infinito... ¡y más allá!"

(Buzz Lightyear)


De entre las infinitas maneras que nos habían enseñado, en cine y televisión, a la utópica situación de tener que salvar el mundo ante una pandemia, en ninguna de ellas entraba el hacerlo con guantes de frutería. Difícil de creer, pero cierto. Y dejo esto escrito para que quede constancia a generaciones venideras. Para que sepan de lo que fuimos capaces. Mi granito de arena para salvar este desierto llamado Mundo lo pongo cuando voy al súper y me dan, para no infectarme ni infectar, unos guantes de plástico holgados que hace poco más de un mes apenas servían para palpar la madurez de los tomates. Soy un héroe atípico, soy consciente de ello. Pero intento llevarlo con la mayor dignidad posible. Los guantes se escurren, te hacen sudar las manos y se rompen dejando tus dedos desnudos ante los fallidos intentos de desenganchar el adhesivo del código de barras de tu dedo índice, para conseguir pegarlo a aquel medio kilo de plátanos que acabas de pesar en la báscula. Nadie dijo que fuera fácil. Ser un superhéroe está a alcance de muy pocos. Y más cuando la cosa se complica un poquito más con cada visita al supermercado. El primer día lo hice sin guantes ni mascarilla. "Valiente", con cierto retintín, fue lo más bonito que me soltaron aquella tarde en la zona de pescadería, "y guarde un metro y medio de distancia con los mejillones, caballero", añadieron. No me vine arriba, capté su ironía a las primeras de cambio.




Ya para el segundo día me hice con un atuendo más acorde para continuar con mi salvación mundial. Me calcé una mascarilla de cirujano, pero confié en los guantes cortesía del propio supermercado. Los carros estaban desinfectados y sueltos para no tener que tocar monedas. Hasta aquí todo bien, un detalle por su parte, matemos al último malo y pasemos a la siguiente fase. Aquí el villano tiene montura, cristales y responde al apodo de "El Gafas". La mascarilla y las gafas son la antítesis en forma de binomio, son el yin y el yang de los héroes del confinamiento, la noche y el día de los que pretendemos acometer una salvación de tal magnitud de una manera anónima. Para que me entendáis todos, así se hace muy difícil salvar la humanidad. El respirar te empaña los cristales y es imposible no tener que dejar la nariz al descubierto si quieres distinguir la coca-cola sin cafeína de la coca-cola zero y el pasillo de los aperitivos del de las sopas de sobre. Pero quién dijo miedo. Llegas a la caja, después de cargarte al malo, tecleas el número pin con tu guante roto otra vez por el dedo índice, a pelo, dando muestras de tu herida de guerra, y pasas al siguiente nivel.

Aquí, después de varios días de compras indispensables, la situación ya se intuye de inicio que se ha vuelto más abrupta y salvaje. El hurto de carros de estos días en los que no has aparecido por el súper ha hecho que vuelvan a atarlos y debas utilizar monedas. Coges tu euro del bolsillo y con ello tu inmunidad pierde algo de crédito. Dudas entre cual será el mejor lugar, el menos manoseado, para coger y empujar del carro. La desinfección ha pasado a peor vida y ahora ya es un sálvese quien pueda o un "desinfécteselo usted mismo que a nosotros no nos pagan por ello". Lo coges por los lados y lo empujas con la rodilla para llegar hasta la entrada. Te acomodas la mascarilla con el meñique y te subes las gafas con los nudillos, te acercas a la mesa de seguridad para recoger un par de guantes y lo que encuentras en su lugar son bolsas de plástico (ver foto). Miras al vigilante, que se disculpa con un gesto, "esto es lo que hay", parece decir con un arqueo de cejas. Te anudas como puedes las bolsas en las muñecas, sabiendo desde el principio que esto va a ser cuanto menos complicado. Pero no es muy de superhéroe perder la compostura ni venirse abajo ante un panorama de tal calibre. Acomodas tus manos dentro de las bolsas y empiezas a tirar del carro. Ya no hay vuelta atrás, arranca la siguiente fase y la cosa pinta peliaguda.


  

jueves, 26 de marzo de 2020

Nadie sonríe bajo las mascarillas


Grafiti de Tvboy pintado a mediados de febrero en Barcelona.


"Admiro aquellos que pueden sonreír en la adversidad".

(Leonardo da Vinci)



Y de repente, lo inesperado, lo que jamás hubieras imaginado ni en la más surrealista de tus pesadillas llega. Llega y te empuja de improviso contra un muro de realidad. Una realidad apenas conocida. Y del mismo modo, de repente, te encuentras bajo el balcón de tus padres viéndolos como un espejismo, a ellos y a tu abuela, sin poder subir a abrazarlos. Y te preguntan cómo estás y te dicen que vayas con cuidado, que salgas lo justo y necesario para ir a comprar comida o al trabajo. Que dejes la bolsa con las mascarillas en el ascensor y te marches. Que te atrincheres en casa, dicen, que el monstruo anda suelto. 
Y cada día ves las noticias por la tele, las escuchas por la radio, te informas en redes sociales... y aunque intentas aislarte, no puedes. No debes. Que si la media de edad de fallecidos es... que si el porcentaje de muertes es... que si tienes patologías previas es más probable que... Todos los puntos suspensivos llevan a la misma conclusión: a mí no me va a pasar nada. Porque todo lo malo le pasa a los demás, piensas. Porque siempre ha sido así y esto te alivia. Y justo en ese momento de exaltación de los pensamientos más egoístas y despreciables que puedes tener como persona, vuelves la vista atrás y caes en la cuenta de que ya no tienes quince años, y que tus padres están a las puertas de los setenta y que tu abuela va camino de los noventa y que lo inesperado como os decía al principio, te podría sorprender de repente. 

Con torpeza, te colocas los guantes que te dan a la entrada del súper, te acomodas la mascarilla para que el respirar no te empañe los cristales de las gafas. Circulas por los pasillos, en los que pocos nos miramos a la cara. No estamos acostumbrados a ello, es difícil mirarse con la boca tapada. Nadie sonríe bajo las mascarillas. Porque tú tampoco lo haces. Porque ver a tanta gente siguiendo un protocolo que hace dos días solo conocíamos por películas de pandemias, te quita las ganas de sonreír. "Señores clientes, por indicaciones sanitarias les recordamos que deben guardar las distancias de seguridad". Ya no suena música en los pasillos ni ofertas de última hora. Eso ahora carece de importancia. Compren lo esencial y enciérrense todos en sus casas. En sus putas casas. A todo se acostumbra el ser humano, y en nuestra defensa le quitamos hierro al asunto. Hacemos bromas, recibimos memes, y nos reímos de la situación, aun con un ojo puesto en el miedo y la incertidumbre de no saber qué pasará. Llegas a casa, te lavas las manos. Primero palma con palma, luego los dorsos y acabas limpiando con jabón dedo por dedo para volver a repetir el ritual por si queda algún resto del bicho entre ellos. Te las secas y en ese instante recibes una alerta en el móvil con el nuevo parte de contagios y muertes por el maldito monstruo. Nos acercamos a los 60.000 contagios y ya van 4.089 muertes por coronavirus en España.

Vuelve a tu mente el balcón, aunque ahora estás arriba y es tu familia la que saluda desde abajo. Tus amigos han venido a verte también y te abrazan desde la distancia. También algunos vecinos hacen lo propio desde sus balcones. Suenan cacerolas y algunas luces lejanas parpadean. Ha oscurecido en tu barrio y te sientes parte de ese porcentaje de muertes, de esa media de edad de fallecidos y empiezas a sentir la debilidad de esas patologías previas que nunca antes habías notado. Y aplaudes, aplaudes con fuerza aunque no sabes muy bien por qué, si por agradecimiento o por miedo. Pero lo haces. Un aplauso a la desesperada. Y les preguntas a tus familiares cómo están, y a tus amigos les dices que vayan con cuidado que salgan lo justo y necesario. Que se cuiden. Que se cuiden mucho. Mientras te quedas en casa y cruzas los dedos para que todo salga bien. Todo lo bien que puede salir algo para lo que no estábamos preparados. Algo de lo que, a pesar de no ser un mal sueño, te gustaría haber despertado.